jueves, 18 de febrero de 2016

Legado en los huesos





“LEGADO EN LOS HUESOS” de Dolores Redondo
Por José Luis Vicent.

Amaia Salazar, treinta y pocos años, trabaja en Pamplona para la Policía Foral de Navarra como Jefa de homicidios al mando de los subinspectores Zabalza —rara vez conforme en el reparto de tareas—, Jonan Etxaide —iluminando los casos como antropólogo y arqueólogo y alejado de las tertulias masculinas junto a la cafetera—, y de los inspectores Iriarte —eficaz y resolutivo—y Fermín Montes —reingresado al equipo gracias a un suplicado informe favorable por el que llegó con ella hasta las manos—. Sin olvidar a San Martín, el médico forense capaz de leer en las entrañas de las víctimas. Las disfunciones o desconexiones entre distintas brigadas o cuerpos policiales así como algunas competencias judiciales serán a menudo objeto de crítica.
Amaia Salazar y sus apoyos profesionales, como el teniente Padua de la Guardia Civil y sus informaciones que dan inicio a la investigación. El juez Markina, apuesto galán empeñado en doblegar la férrea voluntad de la inspectora, que tras algún requiebro a la imaginación y una disertación con la doctora Tkachenko mientras analiza huesos, pelo y saliva, consigue dejarlo a él en su sitio —con la copa en el restaurante o la pluma en el despacho firmando autorizaciones—, y a su celosa secretaria haciendo méritos pegada a su puesto. Y en la distancia, allá en Quántico donde impartió unos cursos sobre “lo que cuentan las víctimas”, Aloisius Dupree, instándole a que “busque el origen” y extrañamente desaparecido dejando como quien dice una puerta abierta.

Amaia Salazar y su marido James, el bondadoso y comprensivo escultor capaz de aguantar las tensiones y los horarios de una jefa de policía o de coger el sueño en momentos que a ella le parecen según los mire, inaceptables o envidiables, y de ultimar en soledad el montaje de la exposición en el Guggenheim: lo máximo a lo que un artista puede aspirar.
Amaia Salazar y su hijo Ibai, nacido varón contra todo pronóstico mientras en el parto no deja de llamarlo por el nombre que como río significa. Obsesionada por su protección, consecuencia de un pasado repleto de miedos, en su periodo de lactancia sufre por llegar a casa antes que James le tenga preparado el biberón y si lo hace diez minutos tarde se lo echa en cara por no haber esperado un poco para luego lamentarse y autocalificarse como una “madre de mierda”.

Amaia Salazar y sus hermanas mayores Flora y Rosaura. La primera viviendo frente al mar de Zarautz y colocada en un programa de la televisión vasca. La segunda sacando adelante el obrador que heredó de su padre. Ambas distanciadas por un asunto turbio relacionado con el asesinato de Anne Arbizu, que terminó con Freddy paralítico en un intento de suicidio y abandonado por Ros que es responsabilizada por su suegra con pintadas nocturnas en la fachada del obrador, y con Víctor —psicópata asesino “purificador de putillas”—, muerto en supuesta defensa propia a manos de su esposa Flora cuando aquél descubrió la relación de Anne con su mujer.


Amaia Salazar y sus padres. Juan ya fallecido y Rosario internada en un psiquiátrico desde que casi termina con la vida de Amaia cuando ésta tenía nueve años tras asediarla con frases como “duerme pequeña zorra, la ama no te comerá esta noche”. Sus desequilibrios empezaron en reuniones que compartía con su amiga Elena Ochoa cuando Amaia aún no había nacido y que pasaron de la expresión corporal al sacrificio de animales —gallos, gatos o cerdos—, a fin de alcanzar el SACRIFICIO en mayúsculas y de las que la traidora Elena se alejó recibiendo desde entonces recordatorios de las “belagile” como sangre o nueces. Cuando Rosario decide que su tercer parto se realice en casa ya es una mujer depresiva y endemoniada. Nacen dos niñas gemelas y en un momento que está sola, asfixia a una y a punto está de hacerlo con la segunda.  Amaia da con Fina Hidalgo —hermana del doctor que la asistió y única superviviente conocedora del hecho además de su madre—,mujer ya de 65 años que no ve diferencia alguna entre abortar y morir —matar— si se detecta alguna tara y contraria a “ser de esas” en alusión a la actitud discordante de Amaia. Consigue el certificado de defunción como “muerte de cuna” y la certeza de que está enterrada en el cementerio de Polloe como única hija —y por tanto fallecida— de ese tercer parto a ojos de sus distanciados tíos de San Sebastián. 


Amaia Salazar y su tía Engrasi, con su casa de Elizondo donde siempre hay lugar para acogerla. La mujer de pelo blanco dispuesta a echar una mano a su sobrina en cualquiera de las formas posibles a su alcance, como ese tarot que le habla de fuerzas que tiran de ella en varias direcciones buscando el equilibrio o donándole en vida Juanitaenea, la casa familiar que James acepta rehabilitar con entusiasmo. La casa cuyo huerto contiguo está al cuidado de un hombre huraño poco sociable. La casa donde descubre en el desván, una cuna idéntica a la que fue suya. La casa donde se encuentra el itxusuria, franja de tierra bajo la gotera del tejado donde se entierra a los niños sin bautizar y directamente relacionado con la profanación de la Iglesia de Iruzkun donde se hallaron los “mairu-beso”: huesos de los brazos de esos niños.

Amaia Salazar y los casos abiertos en torno a crímenes machistas de asesinos confesos que terminan suicidándose eludiendo la vigilancia policial con la ayuda externa que les proporciona el arma —como un cúter o un matarratas—, el lugar —como el retrete o la propia celda— y el  mismo mensaje escrito sobre las paredes con sangre o heces: “Tarttalo”: Cíclope que en la mitología vasco-navarra se alimenta de ovejas, doncellas y pastores amontonando en la entrada de su cueva los huesos de la cacería. Todos con una amputación post mórtem de un brazo de las víctimas a manos del “asesino inductor”. Se piensa en un renacimiento del odio o venganza de los “agotes”: hombres aislados de la sociedad que sufrían persecuciones religiosas en el medievo. Se llega hasta el joven Beñat Zaldúa, autor de un blog al respecto, que les lleva a poco más que su lista de contactos. En plena investigación aparece un tal Antonio Garrido, que cumplida la condena por mantener a su mujer Nuria encerrada y torturada durante dos años, vuelve a por ella y huye bajo el ruido de sus disparos.

Amaia Salazar, la hechicería y la superstición que rechaza y recibe al mismo tiempo en forma de sueños como el de Lucía Aguirre en el borde del río con su jersey blanco y rojo que ya había visto en una foto de su casa, repitiendo aquella misma palabra entonces ininteligible. E-mails desafiantes como “la dama espera su ofrenda” firmados por El Peine dorado y el logotipo de la “lamia”: ser formado por una mujer hermosa de largos cabellos rubios con extremidades inferiores de animal que según la leyenda, un pastor que la descubre termina con el dedo amputado al no poder quitarse el anillo de enamorado. Las ofrendas en la colina de “Mari” y su "Roca Mesa”, a cuyo derredor se deben depositar los cantos rodados del propio hogar. La entrada a la cueva de la que se debe salir del mismo modo que se ha entrado. Los rebaños que se ponen en movimiento golpeando sus cencerros alertando de la presencia humana al silbido del “señor del bosque”. Los encuentros con extraños como la joven que llevaba en su mano la piedra que Amaia acababa de subir a la colina, que decía estar siempre embarazada y añadía “es usted de esas” que aceptan consejos ajenos acerca de los bebés antes que la propia intuición maternal. Su escabroso pasado y la relación directa contra su persona se alterna con el avance de la investigación, a menudo propiciado por un hecho casual como la foto que ve de Lucía con aquel mismo jersey al pasar por delante de la funeraria de Elizondo, confirmando la relación de las víctimas con un Baztán lleno de belleza y misterio. Más tarde, la constatación de que el asesinato de Johana Márquez a manos de su padrastro Jasón Medina en “la borda” —refugio de pastores— es distinto del resto porque no era nacida en el valle, abre la posibilidad de que el Tarttalo, arrastrado por la codicia sexual pueda ser además experto en estudio del comportamiento.


Amaia Salazar y el padre Sarasola, alto cargo del Vaticano, miembro del Opus Dei y responsable de asignar psiquiatras a las cárceles, siempre en busca de casos con matiz extra, “el matiz del mal”. Primero interesado en la resolución de la profanación de la Iglesia de Arizkun y después en llevarse a Rosario de la —a su modo de ver y el de la propia Amaia— deficiente clínica Nuestra Señora de las Nieves donde aquella ha atentado contra la vida de un funcionario saltándose inexplicablemente un mes de medicaciones y dejando el mismo mensaje oculto detrás de la cama. El doctor Franz, director del centro, empezará a sembrar dudas sobre él y terminará asesinado en el aparcamiento de la Clínica Universitaria que dirige Sarasola.

Amaia Salazar, y su interés por el “origen y la discordancia”. He aquí el final por si alguien que no lo conoce o precisamente por eso, se lo quiere saltar de leer o escuchar. Antonio Garrido es capturado por Jonan y Montes, evitando in extremis que se suicide en el antiguo hospital de Elizondo. Por otro lado, el estudio de algunas imágenes de las cámaras de seguridad de la clínica de las Nieves, concluyen que el misterioso visitante de Rosario era un tal doctor Berasategui —que, entre otros, impartió terapia del control de ira al  inspector Montes, según el cual, no sirve para regenerar sino para aprender a decir que lo estás—. Así que mientras el interrogatorio de Garrido apelando la presencia de la “poli estrella” solo les hace perder deliberadamente el tiempo, se descubre que Berasategui es hijo del huraño jardinero Esteban Yañez, el único que conocía la existencia del “itxusuria”. Adoptó el apellido de la madre tras ser rechazado por el padre y enviado a Suiza a la muerte de aquella en otro supuesto suicidio algo más que alentado por el marido, dando lugar a lo que Amaia calificará como el “origen”. Berasategui, psiquiatra destacado del Hospital Universitario huye con Rosario y mientras Amaia interroga a Sarasola, llega hasta casa de la tía Engrasi en un día de perros, la golpea y se lleva al bebé hasta la cueva donde se librará un final épico tras una persecución de Amaia y su inseparable Jonan, rezagado al herirse en la pierna con una rama arrastrada por las aguas desbordadas de un río embravecido cubriendo gran parte de las resbaladizas tierras del Baztán. Su llegada coincide con el momento en que su madre traza con un cuchillo líneas imaginarias sobre el pecho del bebé bajo el innecesario aliento del doctor, hasta que al quitarle el pañal, queda paralizada al descubrir que es niño y no una “zorrita” como ella creía. Aprovechando la confusión, Berasategui es reducido mientras su madre se aleja lentamente. Cuando llega Jonan a la cueva, Rosario ya ha escapado y el doctor es llevado a comisaría, donde él y su abogado se esfuerzan en presentar coartadas ajenos a la prueba de la “discordancia” que le delata: la saliva que dejó en el trocito de carne del brazo de Johana a la que no se pudo resistir y que guarda como un trofeo. De Rosario solo aparece su gorra y su plumífero un par de kilómetros río abajo y a pesar de que le aseguran que está ahogada en el Cantábrico, Amaia seguirá sintiendo su amenaza como una soga que le ata.

Amaia Salazar, dentro de esta especie de censo de seres vivos, muertos, racionales e irracionales, es sin duda el epicentro del reparto literario en una historia de agilidad en el verbo y en la acción, donde el lugar es tan significativo que difícilmente se podría haber desarrollado en ningún otro sitio que no fuera el húmedo y sombrío Baztán, cuyas voces se dejan oír cuando se abren las puertas de trinquetes y tabernas, o se dejan sentir junto a los puentes bajo las profundidades del río.
Aunque no lo he hecho, imagino que leer la trilogía completa del Baztán acabará formando un círculo que a Dolores, como en ambos casos su nombre indica, le habrá quedado Redondo.


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