martes, 8 de septiembre de 2015

La paz como alternativa: Lemaitre



 La paz como alternativa: Lemaitre y Echenoz

En la última sesión del curso comparamos dos novelas sobre la llamada Gran Guerra (1914-1918), cuyos autores, Pierre Lemaitre y Jean Echenoz, comparten temática y nacionalidad. Ambos critican los excesos y terribles efectos de la guerra y ambos son franceses, premiados con el prestigioso Goncourt. Ahí se acaban las similitudes, pues sus respectivas obras no pueden ser más distintas. A reflexionar sobre estas y otras cuestiones dedicamos este comentario con el que cerramos el club de lectura en la primavera de 2015.

Nos vemos allá arriba de Pierre Lemaitre

Respecto a la guerra, Lemaitre denuncia en primer lugar la estupidez e ineficacia de  aquellos que la promueven y gestionan, tanto civiles como militares. La corrupción, asociada al negocio de las armas y la muerte, aparece como fondo temático, y afecta tanto a los nuevos ricos como a las élites económicas y políticas que ostentan y mantienen el poder. Con una estructura lineal  y en paralelo se alternan dos historias,  en torno a las cuales se reúnen a dos clases de personajes: las víctimas, Édouard  Péricourt y Albert Maillard, que han  sufrido el dolor y el miedo del combate, y el grupo de los que han permanecido siempre en el perímetro de la confrontación, como los miembros de la acomodada familia Péricourt y sus sumisos colaboradores. La fragmentación y alternancia de las dos líneas argumentales configura un relato, en el que la dosificación de la tensión narrativa atrapa desde el comienzo la atención del lector, asegurándose así la amenidad de la novela, muy similar a la de los best seller en que se inspira.


La dualidad argumental tiene su correlato en los dos espacios en que transcurren los hechos: los suburbios parisinos en contraste con el centro de una ciudad, donde las mansiones de los ricos y las amplias avenidas y bulevares acogen modos de vida muy diferentes. Mientras los  excombatientes Albert y Édouard luchan por una supervivencia tanto física como psicológica, en que las penurias y el hambre ahogan su presente y su futuro, los acaudalados burgueses se entretienen, tanto en atenuar sus heridas interiores como en intentar ser felices o aprovechar las circunstancias para enriquecerse con dudosas actividades. Así, el señor Péricourt proyecta monumentos funerarios para honrar a un hijo que  rechazó en el pasado; su hija Madeleine espera hacer una buena boda con el apuesto y arribista Henri D´Aulnay-Pradelle, un aristócrata venido a menos, que necesita urgentemente dinero para restaurar sus ruinosos castillos y decadentes blasones.

Las víctimas, Albert y Édouard, se oponen tanto como se complementan, pues los dos representan dos caras de la misma realidad: el primero se identifica con la timidez, el miedo y la insignificancia, con aspiraciones sencillas como trabajar, casarse con su antigua novia y ser feliz en familia; el segundo  combina el ingenio, la sensibilidad y el talento del arte con la rabia y la necesidad de rebelarse contra los que le condenaron a vivir lisiado y fatalmente mutilado. Albert compensa el sentimiento de culpa por haber  obligado a su amigo a vivir,  con el agradecimiento por haber sido rescatado por éste de una muerte segura. La sarcástica y dolorida pasividad de Édouard y su violento comportamiento se contrarrestan con los resignados esfuerzos de Albert por conseguir casa y comida. La evolución de los acontecimientos, plagados de fingimientos, mentiras y la planificación de  la más disparatada estafa que se pueda imaginar, desembocarán en un final catártico que resolverá los conflictos de los dos protagonistas. Un final amable y feliz  para una obra bien concebida, y escrita para una mayoría de lectores, que buscan el entretenimiento tanto como la editorial la venta de ejemplares.

Si Los Péricourt encarnan el poder del dinero y la posibilidad de modificar la realidad según sus deseos, el exoficial Henri DÁulnay- Pradelle personifica la ambición y la falta de escrúpulos para conseguir sus fines. Su desvergonzado, hipócrita y torpe comportamiento le singulariza como el malvado de la historia, por lo que sobre él, sus colaboradores y sus secuaces recaerán todos los castigos y penalidades, necesarios para provocar la antipatía de los complacidos destinatarios del libro. Es evidente que este planteamiento tan maniqueo respecto a los atributos y funciones de los personajes no aporta novedad alguna a la novela, ya que reproduce los artificios más tópicos del relato tradicional. Debido a ello Nos vemos allá arriba carece de uno de los requisitos que Cervantes  exigía en las buenas novelas: la verosimilitud. La mejor que se puede decir de ésta es que la historia está bien contada y se lee bien y con facilidad, que el mensaje antibelicista está meridianamente claro, así como los temas secundarios. Lo peor, que no es en absoluto creíble.

Otro aspecto a considerar es el punto de vista y actitud del narrador, un valor a tener en cuenta a la hora de analizar y enjuiciar cualquier obra literaria. Ironía, comicidad y humor se superponen y conciertan para establecer una voz muy implicada en la historia narrada, que se impregna así de la subjetividad y opiniones  del creador, responsable del texto. Aparte de lo sugerido, que es mucho, con frecuencia se interrumpe el relato para insertar un comentario de forma explícita. Obsérvese en este ejemplo, donde se explican los beneficios que el codicioso Henri espera conseguir por enterrar a los muertos. El primer párrafo es narrativo. El segundo, el comentario:


“A ochenta francos el muerto y con un coste oficial de veinticinco, Pradelle esperaba un beneficio neto de dos millones y medio. Y si el ministerio hacía unos encargos bajo cuerda, descontados los sobornos, se acercaría a los cinco millones.
El pelotazo del siglo. Incluso después de acabada, la guerra ofrece grandes oportunidades para los negocios.” (124)

Y es este humor, que no llega a ser negro, uno de los rasgos de la novela que más gratificante hacen su lectura, dada la empatía que se produce entre narrador y lector. Se trata de un recurso bastante trillado pero no por ello menos apreciado. Hemos seleccionado y clasificado algunos fragmentos de los muchos que salpican el relato. Leídos despacio y atentamente están llenos de sabrosa y malintencionada información:

Retratos y caricaturas

El odioso  Henri DÁulnay- Pradelle, según Albert

“Alto, delgado, elegante, con una buena mata de pelo castaño oscuro y ondulado, la nariz recta y unos labios finos y maravillosamente perfilados. Y los ojos muy azules. […] y encima siempre estaba enfadado. Era un hombre impaciente que no tenía término medio: aceleraba o frenaba; entre lo uno y lo otro, nada. Avanzaba adelantando un hombro como si quisiera empujar los muebles, llegaba hasta ti a toda velocidad y se sentaba de golpe, ésa era su marcha habitual. Era una mezcla curiosa: con sus aires aristocráticos parecía sumamente civilizado y al mismo tiempo absolutamente brutal. En cierto modo, como aquella guerra.” (14)

La convencional  Sra. Maillard

“La señora  Maillard sólo tenía un hijo y adoraba a los jefes. […]  Esa exacerbada veneración por la autoridad le venía de su padre, adjunto del subjefe de gabinete del Ministerio de Correos y Telégrafos, que veía la jerarquía de su administración como una metáfora del universo”. (17)


El esperpéntico general Morieux

“El general Morieux parecía muy mayor y era calcado a los viejos que habían enviado a la muerte a dos generaciones enteras, la de sus hijos y la de sus nietos. Si mezclamos los retratos de Joffre y Pétain con los de Nivelle, Gallieni y Ludendorff, nos sale Morieux: bigotes de foca bajo unos ojos legañosos y enrojecidos, marcadas arrugas y un sentido innato de su propia importancia. (57)

El burócrata y extravagante señor Merlín

“Era un hombre bastante mayor con la cabeza muy pequeña y un corpachón que parecía hueco, como la carcasa de un pollo tras la comida. Tenía las extremidades demasiado largas, la cara rojiza, la frente estrecha y un pelo corto que le nacía muy abajo, y que casi se le juntaba con  las cejas. Y una mirada melancólica. Añadamos a eso que iba vestido como un adefesio, con una raída levita según la moda de antes de la guerra, desabrochada a pesar del frío, sobre una chaqueta de terciopelo marrón llena de manchas de tinta a la que le faltaban la mitad de los botones, un pantalón gris deforme y, para acabar de arreglarlo, unos señores zapatos, unos zapatones tremendos, mastodónticos.” (248)

La Sra. Belmont y su hija Louise

“Su nueva casera, la señora Belmont había perdido a su marido en 1916 y a su hermano un año después. Aún era joven y quizá bonita, pero estaba tan castigada que ya no se sabía […] Vivía modestamente de los alquileres y limpiando aquí y allá. El resto del tiempo permanecía inmóvil tras la ventana, contemplando los cachivaches acumulados en otro tiempo por su marido y ahora inútiles, que se oxidaban en el patio. […] Su hija, Louise, era muy espabilada. Once años, ojos de pato e infinidad de pecas. Y desconcertante. Bulliciosa como el agua de un torrente y, un instante después, pensativa, quieta como una estatua.” (173)

¡Qué sería de la literatura y de la vida sin los significados connotativos de las palabras!  En este caso, vemos que los retratos o caricaturas de los personajes antagonistas, agrupados en la esfera de la malicia, la soberbia o la estupidez, “los malos de las historias”, se construyen a base de un léxico con connotaciones despectivas y abundancia de adjetivos valorativos. Mediante este procedimiento, la opinión del narrador se infiltra en la descripción, dejando poca libertad al lector para restar o añadir algún rasgo al perfil de un sujeto que ya ha sido definitivamente esculpido mediante hipérboles e imágenes peyorativas. En cambio, los personajes de la esfera de los protagonistas, “los virtuosos o buenos”, se describen sucintamente, con un léxico más denotativo y preciso, que sí deja  margen al lector para acabar de imaginarlos a su gusto. Son los trucos del escritor y de la lengua, que es su instrumento. En este  aspecto, la novela es bastante transparente, pues están bien a la vista.


 El desastre de la guerra, “la salvaje matanza” (12)

La ironía, que impregna cada una de las páginas de este libro, deja su huella en perlas como éstas:

Lo que los boches no habían logrado en cuatro años lo iba a lograr un oficial francés” (25)
“El auténtico enemigo para un soldado no es el enemigo sino los mandos” (37)
“El señor Péricourt, que ya ganaba un dineral antes de la guerra era de esas personas a las que las crisis enriquecen” (49)
“En el fondo, una guerra mundial no es más que un intento de asesinato generalizado en un continente” (50)
“Aquel era un hospital militar, o sea, un sitio donde es casi imposible averiguar nada, empezando por la identidad de las personas que realmente mandan” (55)
“Para un militar no hay nada peor que una guerra se acabe” (61)
“En casa de los ricos todo es bonito, se dijo Albert, hasta los pobres.” (205)
“La culpa es de la guerra. Édouard estaba en guerra con la guerra” (237)

Esta novela es la mezcla de muchas ideas y géneros. Emociones como el miedo, la angustia y la ansiedad coexisten con el sentimiento de injusticia, la culpa y la percepción de que un caprichoso azar es el responsable de la tragicomedia vital que arrastra a personajes y situaciones. La alegría, el odio y la ira subsisten en un mundo claustrofóbico donde las personas resuelven sus guerras interiores. Los contrastes entre pobres y ricos, entre víctimas y oportunistas dictan la dialéctica narrativa donde lo cómico convive con lo trágico en una simbiosis que  se extiende a un relato que también aglutina aventura, suspense, humor y crítica. GB






14” de Jean Echenoz



Cuando finalizamos la  lectura de esta breve novela nos queda muy claro que la guerra ejemplifica de forma  indiscutible la estupidez humana, la crueldad y el absurdo, y que es la ineptitud de los dirigentes políticos la responsable principal de las miles de víctimas que genera. Con una sencilla estructura lineal se narran las circunstancias que rodearon el alistamiento, a comienzos de 1914, del joven  de veintitrés años, Anthimes, su hermano Charles y el grupo de amigos de la ciudad de provincias donde residen, en la Vendée. El optimismo inicial de los combatientes se va agotando a medida que van de un lado a otro, cargados con sus pertrechos, sin orden ni concierto alguno,  mientras se exponen al fuego enemigo. Unos caen y otros vuelven heridos a sus ciudades y pueblos, en un inútil intento de reconstruir sus insignificantes vidas. Como hombres sin atributos, los personajes de la obra de Echenoz no se singularizan de un modo particular, pues representan  a la gente corriente, sencilla en su limitada mediocridad. Ellos son la masa, el pueblo que nutre las filas de los ejércitos y se transforma en  victima superviviente, sumergida en el anonimato.

Los dos espacios en que transcurre la escasa acción, el frente y la ciudad, son igualmente grises y opacos, reflejo de la melancólica monotonía que configura la atmósfera del relato. La atonía intranscendente con que se van sucediendo los hechos y la ausencia de relevancia de unos sobre otros iguala  y uniforma lo trágico con lo trivial, y el dolor, la violencia y la muerte con asuntos tan  domésticos como el precio o el diseño de unos zapatos. Este recurso, junto con la sutil presencia de una voz narradora que demuestra su omnisciencia en los pequeños detalles de minuciosas descripciones, aporta al relato una objetividad extrema, propia de un narrador indiferente y distanciado sin implicación alguna en la historia. El tono, cercano a la crónica periodística o al cine documental, vacía al ficticio argumento de cualquier opinión o comentario, como si el texto existiera por sí mismo, independiente de la voz  de la que surge, que parece ausente. Lo cual no quiere decir que tal opinión no exista, sino que está tan escondida que no se  percibe a primera vista.

El procedimiento para conseguir tal efecto se  fundamenta en el uso de frases cortas, léxico denotativo y adjetivos descriptivos, no valorativos. Sin embargo existe una crítica subyacente, una hipérbole camuflada en la que, sin pudor, se enumeran las terribles condiciones de la vida en el frente: “los orines, la suciedad, las ratas, los gases, la basura, la putrefacción, la mierda, el olor de los cadáveres y los caballos muertos”. Y esa terrible imagen,  expuesta con la naturalidad de un paisaje, de los zapadores colgando el capote del brazo que emerge del suelo.
La ironía lenta y melancólica que provoca el relato remite al esquematismo cubista de una experiencia estética, en la frontera del arte abstracto y aún figurativo. La precisión convertida en belleza y emoción profunda, envueltas en un humor exquisito y deslumbrantemente oscuro. Eso es, para mí, 14”, de Echenoz.

Aquí queda una muestra de su talento y del de los traductores de su obra, como colofón a este también breve comentario:

Todo esto se ha descrito mil veces, quizá no merece la pena detenerse de nuevo en esta sórdida y apestosa ópera. Además quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con la ópera, y menos cuando no se es muy aficionado; aunque la guerra, como la ópera, es grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades; como ella arma mucho ruido y con frecuencia, a la larga resulta bastante fastidiosa.” GB



Lemaitre y Echenoz




“NOS VEMOS ALLA ARRIBA” de Pierre Lemaitre y “14” de Jean Echenoz

Por José Luis Vicent.

Si de algo no hay ninguna duda es que ambas novelas se alimentan de la Gran Guerra para construirlas. Podrían por tanto ser parecidas.

Pero no lo son.

Dado que las leí en el orden indicado en el título de este comentario, solo pude establecer la comparación (más sensitiva que razonada), durante y al término de la segunda.

Para evitar malos entendidos, incluso conmigo mismo, debo decir que ambas me han gustado y que la cantidad (más de cuatrocientas páginas la primera y apenas setenta la segunda), no está reñida con la calidad en ningún sentido.

Las diferencias empiezan cuando empiezan, porque “14” lo hace en el 14 –al comienzo de la guerra- y “Nos vemos allá arriba” en el 18 –al final de la guerra-. De hecho, a este último le basta con describir con todo lujo de detalles apenas un solo episodio bélico: el enterramiento en vida de Albert tras el espetón del teniente Pradelle al agujero de un obús que otro cercano se encargó de cubrir y las heridas en pierna y rostro de Edouard cuando consigue sacarlo de allí. “14” sin embargo, nos deleita muy brevemente, casi como en una exposición, con todo tipo de armamento bélico de la época, condimentado eficazmente con la pesada carga de utensilios que un soldado lleva sobre su cuerpo y su mochila.


Ambos casos sirven para repudiar la guerra y confirmar que lo que unos pocos provocan otros muchos lo pagan.

Lemaitre se apoya en un argumento espectacular del que después dirá que la mitad está basado en hechos reales y la otra mitad no, aunque bien pudiera también estarlo. Las dos mitades corresponden a sendas estafas. La de los cementerios es la más indignante por cómo se trata a los muertos y a los sentimientos de sus vivos, y por la serie de artimañas urdidas por quien corrompe y quien se deja corromper (cien años después, esta hermosa labor se ha perfeccionado hasta límites insospechados). La de los monumentos patrióticos es contemplada con mayor benevolencia dado el objetivo y habilidad de sus autores y la lección un tanto humillante al ego de las autoridades y a la fachada cínica de las instituciones.

Echenoz no se apoya en más argumento que el de la propia guerra, desde las vísperas de la llamada a filas con la llamada a quintas rodeada a veces de entusiasmados cánticos, hasta el fin de la contienda, pasando por las kilométricas y extenuantes marchas cargados hasta las cejas, las esperas más o menos tranquilas jugando a los naipes o escribiendo cartas, y la excavación de trincheras bajo el castigo del calor sofocante o del frío paralizador, bajo la lluvia de copos o a la de proyectiles. Sobra y basta para entender lo inentendible metido en el pellejo de un soldado cualquiera.

La narrativa de Lemaitre no es del todo lineal. Viaja al pasado con el objetivo claro de entender el presente en que se encuentra, aunque ese pasado pueda ser el de hace diez minutos o el de hace varios años. Utiliza la ironía que a veces desemboca en lo macabro o en lo grotesco. Incluso a menudo incluye una especie de anticipo para advertir ligeramente de la sorpresa que viene después. Echenoz también utiliza la ironía, pero narra linealmente, sin exagerar en los detalles, pero con una enumeración de datos y efectos nocivos del ante, durante y después de la contienda, que no echas en falta ningún ingrediente adicional.

Mientras los personajes de Lamaitre son perfilados casi al milímetro hasta dejar al lector con escasas posibilidades de imaginarlo de otro modo que no sea el que es, Echenoz se limita a contornearlos. Apenas dice nada de ellos, apenas sabemos nada de ellos, ni siquiera físicamente si no es por lo que les falta (la vista, un brazo), más que por lo que tienen, lo justo para que la mente del lector se remueva y los simpatice o los abomine. Una razón más para que una sea tan larga y la otra tan corta.



La amistad de Albert y Edouard en la novela de Lemaitre, corresponde más a una deuda, a una promesa de no abandonar a quien le ha salvado la vida. La amistad de Anthime con sus otros tres compañeros es anterior a la contienda, son el grupo que en la novela de Echenoz sale del pueblo natal –alguno sonriente, alguno temeroso-, sin saber qué les espera.

Quizá el indeciso Albert, tan mediocre y falto de iniciativa según la voz de su madre metida permanentemente en su pensamiento, podamos darle un parecido con Anthime –hombre de adaptación fácil incluso a las circunstancias más adversas-, aunque su verdadero denominador común es que ambos son o fueron contables. Pero el fatalmente desfigurado Edouard –rico, extravagante y artista poco varón a los ojos de su decepcionado padre- no puede compararse a Padioleau –un endeble y tímido carnicero-, más allá de su desgracia.

Tal vez si la obra de Echenoz se hubiera extendido, encontraríamos a la familia Borne-Séze buscando apoyo en el acaudalado banquero Pericourd -tan cercano al poder político de la otra novela- con el fin de protegerles de las irregularidades en la fabricación del calzado militar en las postrimerías de la contienda. Nada que ver sin duda, con el indeseable teniente Pradelle en la novela de Lamaitre –ascendido a capitán y a yerno del banquero- cuya perversión se inicia acribillando por la espalda a dos de sus propios soldados con la vil excusa de provocar un ataque justificado al enemigo, y termina con el montaje de un suculento negocio con los camposantos, reduciendo la calidad y medidas de los ataúdes que obliga a la amputación de las extremidades en una ubicación caótica de los cadáveres. Finalmente descubierto y acorralado, se verá forzado a pedir ayuda a su suegro -confundido por la melancolía y el fraudulento desastre conmemorativo de los monumentos, que reivindicaría la memoria de su  ahora añorado hijo-, a cambio de facilitarle el responsable del mismo. Una ayuda que Pradelle nunca recibirá quedando en manos de la justicia, y una recompensa en forma de atropello a su enmascarado hijo, que Pericord hubiera preferido no obtener jamás.


Tampoco la dulce y enigmática Blanche –hija de Borne y única heredera de la fábrica de zapatos-, se parece a la hastiada Madeleine –heredera del imperio Pericourt tras la supuesta muerte de Edouard-. La Blanche de Echenoz, con dos pretendientes –los hermanos Charles y Anthime seguramente rivales en más estimas que la de su propio amor-, se casó con este último, tal vez solo porque Charles no sobrevivió en el biplano que por recomendación del doctor Monteil consiguió como destino más seguro que la primera línea de infantería. Línea que Anthime abandonó pocos meses después, al tener la magnífica suerte de que un afilado casco de proyectil suelto le seccionara el brazo derecho a la altura del hombro. La Madeleine de Lamaitre se ve que cayó ante la hermosura y vigorosidad de Pradelle, pagándolo inmediatamente con la infidelidad de éste  (tanto mejor cuanto más cercanas fueran a su entorno las mujeres ajenas), la infelicidad, y finalmente el odio y la venganza.

Y en fin, como tampoco se trata de extenderse en éste último encuentro de la temporada cuya única pero poderosa arma, capaz de construir a quien la ama y destruir a quien la teme, es el libro, decir que hasta los secundarios personajes de Lemaitre, como el general Morieux al que la paz le vence y le envejece, el alcalde de distrito Labourdin tan pendiente siempre de las faldas de su secretaria, el rastrero servidor Dupré o el estrafalario, maloliente pero puntilloso funcionario Merlin, la niña Louise que devolvió la alegría a Edouard o la sonriente criadita Pauline que en un santiamén despejó las dudas de Albert respecto a fugarse con él, merecen ser recordados para mal o para bien. No menos que las suaves pinceladas de Echenoz sobre los inocentes Bossis y Arcenel que partieron casi cantando para no volver. El primero, clavado por los restos de un proyectil en el puntal de una zapa. El segundo, fusilado en un apresurado consejo de guerra, al suponer que desertaba al alejarse en un paseo sin rumbo, impulsado por el pesar de la ausencia de sus amigos.

Como dije, ambas obras me parecen más que interesantes para un lector que, en una solo está obligado a leer y en la otra necesita además apreciar.

 

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