domingo, 11 de mayo de 2014

CAPÍTULOS XXV-XXIX


 CAPÍTULOS XXV-XXIX

Estos cuatro capítulos que preceden el encuentro de DQ y Sancho con los duques y sus teatrales comitivas abundan en los rasgos que caracterizan la novela: comicidad, reflexión sobre temas generales y dualidad entre el idealismo ficcional y el pragmatismo impuesto por la realidad. Así, el relato que el extraño alabardero cargado de armas intercala  en la narración novelesca, es como una rama que crece  desde el tronco para conformar con el resto de historias un sólido árbol narrativo, de espeso follaje y sólida estampa. Este cuento, chiste o chascarrillo, que ejemplifica con contundente claridad los extremos de la estupidez humana, deja pequeña la locura de DQ ante la estulticia de los dos pueblos enfrentados en encarnizada disputa por ver cuál de ellos rebuzna más y mejor. Ante tal dislate, la demencia del caballero queda minimizada por la histérica chifladura de los miembros de las dos poblaciones en pugna.

Por otro lado, caballero y escudero son saludados y recibidos como tales por los personajes itinerantes que salen a su encuentro, de modo que no sólo manifiestan su quijotesca actitud y buena disposición a seguirle la corriente, sino su evidente carácter picaresco, mediante el cual se muestran  proclives a sacar el mayor beneficio de aquellos incautos que se les crucen en el camino. Pues el disfrazado y llamado don Pedro encarna a la perfección al pícaro literario, siempre pronto a timar y estafar a un público, inclinado a creer cualquier prodigio que le saque de la monotonía cotidiana o a disfrutar de cualquier entretenimiento. En esta línea están el episodio del mono adivino y la representación del teatro de títeres, con su morisco y sentimental relato de don Gaiferos, Carlomagno y Melisenda.

Respecto al primero, es notable el discurso de DQ sobre los falsos adivinos y sus fraudes, a los que atribuye algún concierto con el demonio, observando con gran lucidez que, curiosamente, siempre responden a cosas presentes o pasadas (XXV). Se extraña nuestro héroe de que no les haya prendido el Santo Oficio, haciéndonos ver que este mono no es astrólogo ni sabe hacer horóscopos echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la ciencia. Estos juicios, que esconden la opinión cervantina sobre las supercherías del pueblo y la impudicia de los que se aprovechan de ellas, sitúan de nuevo al personaje de DQ en la esencial ambigüedad que une cordura y locura como dos partes o caras del mismo ser, y que, juntas y opuestas, se atraen y complementan.

Del mismo modo se articulan ficción y realidad en el ataque de DQ a los  muñecos que encarnan a los personajes de la representación del titerero(XXVI). La comicidad de tan violenta arremetida contra seres, que sólo son reales en la enajenada imaginación de DQ, no excluye la naturalidad con que éste se disculpa ante don Pedro y su decisión de pagar los desperfectos ocasionados por su disparatada conducta. En este momento, el lector tiene la sensación de que la parte cuerda de DQ se impone a su  desvarío, como si el personaje tomara conciencia de las contradicciones de su doble naturaleza e intentara   compensar los desequilibrios de su esquizofrénico comportamiento.

El capítulo XXVII nos ofrece una muestra del control que el narrador ejerce sobre su historia. Escudado tras la presencia del Cide Hamete, hace retroceder el tiempo para aclarar al lector quién era maese Pedro, el dueño del mono y del teatrillo, resultando ser aquel Ginés de Pasamonte, compendio de delitos y bellaquerías, que él mismo compuso en un gran volumen. Enterados de las andanzas y picardías del ladrón del rucio de Sancho Panza, se nos informa de su conversión en adivino y timador, así como de lo que un asombrado DQ contempla y escucha en los caminos ribereños del Ebro, que presumiblemente le conducirían a Zaragoza y sus justas.

Vuelto el relato al presente de la historia, el estilo cervantino se manifiesta de nuevo en su gusto por la descripción de los escenarios en que sucede la acción, como si de un texto dramático se tratara. Adelantándose a su época y con una originalidad cercana al lenguaje naturalista del cine, primero muestra los efectos sonoros que preceden a las imágenes. El resultado es una escena de gran fuerza dramática donde un gran rumor de atambores, trompetas y arcabuces, enmarcan la más extravagante procesión de más de doscientos hombres armados de las más diferentes suertes de armas, como si dijésemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas, y algunos arcabuces y muchas rodelas. La visión de tal ejército, contemplado por nuestros protagonistas desde una cima –como un plano en picado- transforma la solemnidad de la cabalgata en comicidad, al visualizarse los estandartes en los que estaba pintado un asno muy al vivo. Dialogando amo y criado sobre si los rebuznadores eran regidores o alcaldes, la cuestión se resuelve mediante el sabio ingenio de Sancho, cuyo discurso analiza los hechos tanto como universaliza su mensaje (XXVII):

-Señor, en eso no ha de reparar, que bien puede ser que los regidores que entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y así, se pueden llamar con entrambos títulos; cuanto más que no hace al caso a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos una por una hayan rebuznado, porque tan a pique está de rebuznar un alcalde como un regidor.

Una vez establecida la imbecilidad de los gobernantes, interesa el discurso pacifista de DQ ante los miembros de la comitiva, su argumentación a favor de la contención de la cólera y del diálogo, así como de las únicas causas que justificarían la guerra: la defensa de la Iglesia, el rey y el honor de los pueblos. Una escala de valores acorde con el espíritu de la época, con los principios de la andante caballería, y con la experiencia biográfica del Cervantes soldado.

La gravedad de la disertación contrasta con la comicidad con que concluye este capítulo, pues el insensato intento de Sancho por demostrar su habilidad como rebuznador eminente, no podía tener otro final que ser receptor de la gran somanta de palos que le propinan los ofendidos pueblerinos, burlados ante tamaña  exhibición. Resulta curioso el comportamiento de DQ y su cobarde huida, dejando a su escudero a merced de la colérica multitud.

En el capítulo siguiente, justifica el caballero su conducta en la defensa de la prudencia ante las batallas perdidas, sin parar en la injusticia que supone el abandono de su escudero. Todo un ejemplo de pragmatismo, que aleja a DQ de sus ideales caballerescos. El diálogo entre amo y criado transcurre entre los argumentos de DQ sobre la  compatibilidad de la valentía con la temeridad y la mesura, y las quejas de Sancho  ante el dolor provocado por la paliza y lo que él llama “la estupidez de la caballería”. La reclamación de un salario por su escuderil tarea es tema recurrente en la novela, y en esta ocasión culmina en riña y en el enfado  de DQ, expresado en los agrios y variados insultos dirigidos a Sancho:

“Pero dime, prevaricador de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde has visto tú, o leído, que ningún escudero de caballero andante se haya puesto con su señor en me habéis de dar cada mes porque os sirva? Éntrate, éntrate, malandrín, follón y vestiglo […] oh, hombre que tiene más de bestia que de persona…

En cambio, cuando Sancho llora de miedo  a caer al agua, en el capítulo del barco encantado, la diatriba de DQ hacia su escudero adquiere otros tonos, tan eficaces como expresivos (XXIX):

¿De qué temes, cobarde criatura? ¿de qué lloras, corazón de mantequilla? ¿quién te persigue o quién te acosa, ánimo de ratón casero?

La locura aventurera por las aguas del río y las proyecciones fantásticas de un DQ, semejante a un niño que juega a sus alucinadas y utópicas quimeras, contrasta otra vez con su positiva y utilitaria reacción al pagar los estragos resultantes de sus desatinos. Sólo Sancho se lamenta de la disminución de los dineros de la bolsa, pues la sensatez de DQ y la renuncia a un final glorioso y caballeresco deja a todos admirados y sin entender el final de la aventura. La ficción se torna en realidad y cada personaje vuelve a sus tareas:

..y teniéndoles por locos, les dejaron y se recogieron a sus aceñas, y los pescadores a sus ranchos. Volvieron a sus bestias y a ser bestias… y este fin tuvo la aventura del encantamiento.

A partir de aquí, y tras este episodio ribereño que parece cumplir una función de relleno, las cosas serán muy distintas. El encuentro con los duques a lo largo de veintisiete capítulos, desde el XXX al LVII, conforma un conjunto unitario de acción, con los rasgos y la singularidad que  precisan un comentario aparte. GB











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